Cuando se visita por primera vez estas tierras del norte de América, automáticamente se nos presenta como algo extraño ya que están llenas de una gran belleza y exotismo, al menos para los ojos de muchos europeos. Los recuerdos de aquellas épocas gloriosas de finales del siglo XIX, también conocida como la fiebre del oro de Klondike, y cuando contemplamos las maravillas de su naturaleza, de la nieve y del hielo, y de alguna que otra pepita de oro encontrada en sus ríos, podíamos pensar que se trata de una leyenda casi olvidada. Porque Alaska evoca una tierra proyectada hacia el Polo Norte, hacia lo más remoto del frio, donde el invierno predomina casi todo el año y cuyos paisajes son al mismo tiempo lo más parecido a un cuento fantasmagórico. 

Esta hermosa tierra, situada en el extremo norte del Continente americano y al sur de las islas Aleutianas, puede parecer como un fragmento de la vecina e inhóspita Siberia. Se consideró, de hecho, en el siglo XIX, como la «América rusa», desde el día en que el Zar de todas las Rusias la vendió un amplio territorio de 1.520.000 kilómetros cuadrados a los Estados Unidos por poco más de siete millones de dólares. Y, aunque para muchos esto no signifique una gran extensión de tierra, hay que decir que el territorio de Alaska equivale a Francia, Gran Bretaña, Benelux, Noruega y una buena parte del territorio de Alemania juntos.

La mencionada y silenciosa tierra posee unas montañas cuyas cumbres, sobre todo el Monte Mc.Kinley que mide 6.187 metros, son de las más altas del continente americano. Dispone también de grandes glaciales que ocultan unos treinta volcanes activos, así como ríos y bosques inmensos, donde el suelo terrestre queda permanentemente helado, en una profundidad que puede fácilmente alcanzar los 300 metros. El estallido de los látigos y los ladridos de los perros cuando se viaja en trineo por la tundra helada de este amplio territorio, que ya casi solo existe en las películas y novelas de Jack London, es algo que merece la pena experimentar. Pues, en su mayoría, los perros han sido sustituidos por motos de nieve y automóviles de tracción a las cuatro ruedas, sin olvidarnos de los transportes aéreos donde las avionetas y helicópteros son imprescindibles para poder desplazarse por muchos lugares de este vasto estado americano. Claro que también se puede uno encontrar con algún que otro «viajero solitario» que con las ganas de realizar una aventura única se adentra por estas hermosas tierras.

Una vez llegado el invierno lo mejor es, sin duda alguna, encerrarse en una de sus ciudades. Y de todas las que merecen la pena es Anchorage la más indicada, donde vive casi la mitad de la población de Alaska. Una ciudad típica con estadísticas que son poco fiables a causa de los altibajos en los precios petrolíferos. Y es este uno de los hechos que ha contribuido a palidecer dicha romántica y primitiva imagen de la blanca tierra de Alaska. Me refiero al progreso y a la explotación de los enormes recursos petrolíferos que en ella abundan. 

Alaska, se representa a los ojos del mundo industrial como toneladas y toneladas de oro negro, cuyo producto es conducido por largos tubos conocidos con el nombre de  «pipe-lines», hasta los puertos de embarque de sus ciudades portuarias. Estos conductos  suelen desembocar en Bahía Valdez, en el Océano Pacífico, desde donde el crudo es transportado hasta los grandes petroleros. Y fue aquí,  en estas costas, donde hace algunas décadas ocurrió uno de los desastres ecológicos más sonados de los últimos tiempos. Una famosa compañía petrolífera “dejaba escapar” miles y miles de toneladas de oro negro por toda esa hermosa bahía produciendo una catástrofe, tanto laboral como natural, que ha sido irreparable. 

Ciertamente, esta segunda Alaska, no es lo más interesante que se ofrecer hoy día al viajero amante de la naturaleza, al igual que ya no es una tierra para pioneros solitarios. Por ello nos centraremos más en la maravilla de su naturaleza, como son los ríos, lagos y bosques que abundan por todo este territorio. Como ya he comentado, uno de los medios de transporte más rápidos e interesantes para poder desplazarse y contemplar los tesoros que encierran estas tierras es el hidroavión. Con él puede uno viajar hasta cualquier punto de Alaska, incluyendo las islas Pribilof, situadas en el mar de Bering, al norte de las Aleutianas. Y es aquí, en estas islas solitarias donde se puede contemplar la mayor concentración de colonias de aves marinas, como es el caso del pintoresco frailecillo, entre otras. Esta ave cuenta con un curioso pico de papagayo y refuerza aún más su imagen durante el período de celo ya que el pico adquiere colores muy brillantes,  sin embargo, en la época pos-nupcial, pierde su revestimiento córneo.  

En cuanto a los pocos habitantes que quedan en las islas tan solo decir que viven en su mayoría en la pequeña población de Pribilof en cuyas costas es bastante frecuente encontrarse con grandes colonias de grandes leones marinos que acostumbran a hacer  su aparición durante el verano. Estos mamíferos se cuentan por decenas de millares y se les ve descansando en las playas o bañándose en los arrecifes. Es una marea constante de inmensos dorsos pardos y masas de carne viva. Las inmensas agrupaciones reflejan el signo de la perpetuación de la especie. Cuando llegan las hembras, a primeros de julio, y se reúnen alrededor de los machos a los que reconocen como sus dueños y amos absolutos formando verdaderos y auténticos arenes, se entablan unos límites de separación con verdaderas batallas campales entre los jóvenes y los más viejos. Pronto la hembra que ha sido fecundada el año anterior trae al mundo su cría exactamente al día siguiente de su llegada a estas islas.  

Detrás de las montañas que rodean la ciudad de Anchorage, se encuentra la tundra. Se trata de una llanura desértica que empieza donde terminan los árboles, la cual se haya empapada de agua durante los meses de primavera y verano. Y es precisamente en esa época del año cuando también llegan las aves procedentes del Caribe, de Sudamérica, o incluso de Asia para volar más tarde, a la llegada del frió, a otras zonas más cálidas. Algunos de los animales que permanecen en estas tierras son el búho nival, el gigantesco alce, y el zorro ártico. Pero también les hará mucha compañía el grande y legendario caribú al que en Europa se conoce con el nombre de reno, quien realiza migraciones de centenares o miles de individuos durante muchos kilómetros a través de Alaska. Estos eternos nómadas, de los que se calcula que existen algo más de 500.000 repartidos por todo el territorio, se organizan en manadas de las que varias de ellas se dirigen cada año a su país vecino, Canadá. Se trata de extraños animales que corren ya al primer día de nacer y que son capaces de aguantar viajes de hasta 700 kilómetros sin tan siquiera pestañear.

 

Hay que recordar que Alaska tiene casi 60.000 kilómetros de costa, pero es concretamente en el estrecho de Bering donde los nativos inuits (mal dicho esquimales) están autorizados a cazar la ballena, al igual que la foca y la morsa. La técnica utilizada para la caza de dos de estas especies es la ya tradicional del agujero en el hielo y esperar que se asomen para respirar y ser cazados con arpones.

 Muchos de los habitantes de las regiones duras de Alaska, como es el caso de los indios pieles rojas, los propios habitantes de las islas Aleutianas y los inuits, necesitan a  estos animales para sobrevivir. Ellos los matan por necesidad, como nosotros matamos  a nuestras vacas, cerdos y corderos en los propios mataderos. Con una gran diferencia, y es que ellos no tienen otros recursos que les proporcione comida y vestimenta, y todo esto en un clima particularmente hostil.

Y para finalizar quisiera recordar que en la actualidad Alaska se encuentra bastante amenazada. Muchas de las compañías petrolíferas que trabajan en esta hermosa tierra han declarado, en diferentes ocasiones, que invertirán millones de dólares, para preservar la flora y la fauna de este entorno natural que es uno de los pocos pulmones que aún quedan en la Tierra. Sin embargo, tal y como están las cosas por esas latitudes, nunca será suficiente cuanto se haga por ella. Pero ello, el tiempo juzgará.

Por Rafael Calvete A. de Estrada